Por Dayana Tutiven
El 16 de abril de 2016, un fuerte terremoto golpeó la costa ecuatoriana, dejando atrás mucho dolor y destrucción, especialmente en Manta. Como una herida profunda en el corazón de la comunidad. Este desastre no solo cambió la forma de la ciudad, sino que también afectó la vida de miles de personas, dejando cicatrices que aún se sienten hoy. En el barrio Córdova, el más antiguo de Manta, están los condominios Tohallí, conocidos como «los bloques”, pertenecientes a las Fuerzas Áreas Ecuatorianas. Estos edificios, que alguna vez fueron un hogar lleno de vida y comunidad, ahora se alzan como símbolos de pérdida y abandono. Como un árbol caído en un bosque, que lleva la historia de su entorno, los bloques guardan las memorias de las familias que vivieron allí.
A pesar de los esfuerzos para recuperar la esperanza, los ecos de ese día trágico aún resuenan en las paredes vacías de estos edificios.
La historia de este lugar se remonta a décadas atrás, envuelta en relatos que parecen resonar entre los ecos del pasado. Los moradores del sector cuentan que, en los años 70, este sitio albergaba el cementerio general de la ciudad. Fue en ese tiempo cuando se pidió a las familias que retiraran los restos de sus seres queridos. Aunque algunos lograron llevarse a sus difuntos, una parte de los cuerpos quedaron sepultados en el olvido. «Cuando llegaron las máquinas para comenzar la obra, muchas personas devotas tomaban fragmentos de huesos, como si fueran reliquias», recuerda uno de los vecinos. En una ocasión, incluso, alguien encontró una cadena de oro, una reminiscencia de las viejas costumbres de enterrar a los muertos con sus pertenencias más preciadas.
Antes de que los bloques se alzaran como gigantes de concreto, había una visión distinta para el espacio. Nos cuentan que se había planificado construir un parque para los mayores y los niños del barrio. La tierra prometida quedó destinada para ese fin, pero los planes cambiaron cuando el Dr. Luciano Delgado, en ese entonces presidente municipal, gestionó que el terreno fuera destinado a los bloques habitacionales, dejando a la comunidad con el corazón roto y sin parque. «Ellos construyeron para ellos, no para nosotros», afirman los moradores con desilusión. La promesa del parque fue enterrada junto con los recuerdos.
Años después, cuando los apartamentos en los bloques se ofrecieron por precios altamente elevados, nadie en el barrio quiso comprarlos. Como las lápidas que antes descansaban en este terreno, el interés por estos apartamentos desapareció y las personas que los compraban eran gente de dinero.

En la actualidad, casi ocho años después del devastador terremoto, los bloques del Banco Ecuatoriano de la Vivienda, que alguna vez fueron refugio de familias militares, siguen tan inmóviles como una sombra en la oscuridad. El tiempo ha pasado, pero el cambio no ha tocado sus puertas. A pesar de las súplicas de los residentes, que como un eco insistente buscaron respuestas en Javier Torres, ministro de Desarrollo Humano Urbano y Vivienda (MIDUVI), la respuesta llegó fría y vacía: el gobierno no tiene el presupuesto para reforzar las estructuras. Sus palabras fueron como un jarro de agua fría sobre las esperanzas de quienes aún creen en una solución.
Lo que agrava aún más la desazón de los habitantes es la noticia de que las Fuerzas Armadas y el Ministerio del Interior ya habrían cobrado un seguro por estos edificios. Entonces, la pregunta se alza como un grito silencioso en el viento: ¿dónde quedó ese dinero? La incertidumbre sigue flotando en el aire como una nube que nunca descarga su lluvia, y la falta de respuestas se convierte en una herida abierta que, con el paso de los años, solo se profundiza.

Las paredes cuarteadas, como heridas abiertas, son cicatrices de un pasado que no se puede borrar. El terremoto dejó su marca en este lugar y otros rincones de la ciudad, como un eco de lo que fue y ya no será. Entre los portales bien conservados, la vida sigue: ropa tendida ondea al viento como banderas silenciosas de la cotidianidad, mientras las puertas abiertas revelan almas curiosas que asoman su rostro, como si cada visitante fuera una sorpresa en medio de la rutina.
El espacio alberga varios locales como: lavanderías que limpian los rastros del día a día, proveedores de equipos contra incendios que ofrecen seguridad en medio de la fragilidad. Todo esto convierte este rincón en un lugar que, a pesar de sus cicatrices, sigue siendo habitable y un refugio donde la vida persiste.

La inseguridad es otro factor clave en este lugar, ya que al estar casi abandonado, es habitado por venezolanos que alquilan estos espacios a los dueños para tener un techo donde vivir. La nostalgia se siente en el aire, y los espacios que deberían estar vivos, ahora están llenos de sombras. Existió vida para los niños también, con parques que actualmente están en mal estado, llenos de maleza, basura y completamente destruidos. Estos espacios, que alguna vez fueron santuarios de risas y juegos, ahora son desiertos de abandono, donde la naturaleza se apodera de lo que una vez fue un lugar feliz.
Las canchas que antes eran abiertas para el público han sido cerradas, relegadas solo a las personas que lo habitan. Esta transformación revela un cambio drástico en la comunidad; el acceso a estos espacios de recreación, que deben ser un derecho, se ha convertido en un privilegio para unos pocos. El silencio que envuelve estas canchas es ensordecedor, y el eco de las risas infantiles se ha perdido, dejando un vacío que habla de una infancia desplazada y de un futuro incierto.

La situación también ha afectado la seguridad del barrio, como lamentó Raúl López, presidente del comité ciudadano del barrio Córdoba: “Los bloques perjudican mucho la seguridad del barrio, es lógico, pero son obras grandes. La Policía puede sacar a unas personas, pero al otro día entra otra. Los dueños lo que hacen es llamar; lo que ellos quieren es invertir, quieren que el Estado les pague. Algunos que están, creo, habilitados es porque los dueños han pagado, han hecho la mejora, pero la mayoría están bien, es lo que se podría decir. El ladrón aprovechó y se llevó todo, no dejaron nada. Nosotros, los moradores del barrio, en ningún momento podemos ir allá a decir que no se roben las cosas, por la sencilla razón de que eso no es de nosotros. ¿Para qué llenarnos de coraje? Pero, sobre eso, nosotros también estuvimos hablando en el comité. Estamos tratando la situación de otra manera, comenzando una nueva etapa para ver hasta dónde llegamos”.
Así, en este lugar marcado por la inseguridad y la nostalgia, las historias de los que habitan y los que se han ido se entrelazan, creando un tejido complejo de sufrimiento y anhelo.

Ante la falta de acciones concretas por parte del gobierno, los moradores han optado por una solución que, aunque no es inmediata, tiene el potencial de generar un cambio: alzar la voz. Comunicar lo que sucede y dar a conocer esta situación al mundo entero se ha convertido en una de las pocas opciones viables para la comunidad que se viene realizando desde el 2018. A través de medios de comunicación, noticias y redes sociales, los habitantes de los bloques y el barrio Córdova están decididos a no quedarse callados. Aunque hasta ahora estos esfuerzos no han logrado el impacto deseado, la comunidad sigue luchando, consciente de que la difusión de su realidad puede ser el primer paso hacia una solución.
El futuro de estos bloques es incierto, pero la comunidad que los rodea no ha perdido la esperanza. Aunque las respuestas del gobierno han sido escasas y las soluciones parecen cada vez más lejanas, los habitantes de este rincón de la ciudad siguen luchando. Las cicatrices del pasado no se pueden borrar, pero eso no significa que el futuro esté escrito. Los bloques, a pesar de su apariencia de abandono, aún albergan la fuerza de quienes se niegan a rendirse.