Por: Milena Marcillo Zambrano
Al amanecer, la entrada de la ULEAM se convierte en un escenario caótico, donde se despliega una danza interminable de rostros ansiosos. Como un río impaciente, los estudiantes se congregan en largas filas que serpentean por los pasillos, buscando ingresar a través del acceso biométrico. Esta escena se asemeja a un ballet inesperado, donde cada individuo intenta encontrar su lugar en la coreografía de la tecnología.
A medida que el sol se eleva en el horizonte, las filas toman vida propia. Como un enjambre de mariposas que batallan por su lugar en el aire, los estudiantes se agitan y susurran entre ellos. La tensión se palpa en el ambiente como una sinfonía disonante, mientras cada uno busca su turno para presentar su rostro al ojo inquisitivo del lector biométrico. Los minutos se alargan y las esperanzas fluctúan como un péndulo colgante, mientras la paciencia de los estudiantes se desvanece en un vórtice de incertidumbre.
“Es impresionante ver cómo el acceso biométrico se ha convertido en una especie de ritual diario. Los estudiantes deben superar este desafío, y aunque puede ser frustrante, les enseña la perseverancia y la capacidad de adaptarse a las demandas de un mundo cada vez más tecnológico”, puntualiza Mauricio Pico, profesor de Ingeniería Agropecuaria.
Por otro lado, Lady Santillán estudiante de Agropecuaria, confiesa que se siente indignada ya que hacer largas filas hacen que ella y sus compañeros no lleguen a tiempo a sus clases. “Antes de que pusieran esos reconocimientos de rostro yo llegaba a tiempo a clases, ahora tengo que esperar un siglo para recién ingresar a la universidad, y ya a mis clases llego atrasada”.