Por: Adriana Cartagena
En el corazón bullicioso de la ciudad de Manta, en el portal de una vivienda rodeada de concreto y asfalto, un pequeño colibrí ha encontrado un rincón inusual para anidar. La vida del colibrí se desenvuelve en un paisaje que contradice su esencia. Las personas de la ciudad están lejos de apreciar la belleza de sus plumajes iridiscentes y su danza aérea. Su hogar, una planta de ají que lucha por sobrevivir en un macetero, se convierte en un refugio precario.
La ciudad no es amigable con el colibrí. Los gatos amenazadores rondan, y las personas a menudo se roban los pocos ajíes que florecen en el portal. La falta de árboles cercanos y la escasez de zonas verdes hacen que esta elección de anidamiento sea una decisión de supervivencia, no una preferencia.
«Es triste ver al colibrí en este entorno. Deberíamos tener más áreas verdes y árboles en la ciudad para darles un hogar adecuado y que puedan anidar sin tener que fracasar en su desesperado intento por reproducirse», reveló Ana Salvatierra, vecina consternada, denotando preocupación en su rostro.
“La vida silvestre no debería tener que adaptarse a nuestra falta de cuidado por el entorno que nos hemos encargado de destruir», añadió Juan Campoverde, residente de la zona, expresando lamento en sus gestos.
La historia del colibrí en la ciudad es un recordatorio crudo de cómo las especies salvajes a menudo se ven forzadas a adaptarse a entornos inhóspitos debido a la expansión urbana. La adaptabilidad forzada del colibrí en un entorno hostil es un eco de una llamada urgente a la conservación de la biodiversidad en las ciudades modernas. A través del respeto por la vida silvestre y la creación de espacios más amigables para la fauna, podemos allanar el camino hacia una coexistencia armoniosa en la jungla de concreto que es la vida citadina.